jueves, 30 de abril de 2015

Dame un poco de ti


Poco a poco toman forma el volantín y la rueda de la fortuna, las sillas voladoras y el carrusel. Desde las bancas del jardín, un enjambre de niños codiciosos mira los juegos.
—Tengo boletos —dice un hombre recio y tosco, las manos velludas y grasientas; exhibe una sonrisa lasciva de toro—. ¿Quién los quiere?
Cual palomas espantadas por el chasquido del arma del cazador, el grupo de curiosos huye despavorido.
Solo un chiquillo no se mueve de su sitio: su mirar oscuro y andrajoso, hace rato que da vueltas en los juegos mecánicos.


 José Manuel Ortiz Soto, Cuatro caminos, BUAP, 2014.

lunes, 27 de abril de 2015

Insensatez


“¡No!”, grita mamá del otro lado del teléfono, su voz tiene ese tono que te arranca el deseo de seguir en la fiesta. Contrariarla sería retar su ánimo volátil, arriesgarme a vivir el resto de mes sin un peso en el bolsillo. Mujer de pocas palabras, sabe muy bien cómo administrarlas: “Te quiero en casa ahora mismo, Julián”.
“Ya me tengo que ir”, anuncio a mis amigos. La avalancha de bromas no se hace esperar: “Que te vaya bien, Ceniciento.” “¡Cuando me enamore, será de un bello durmiente como tú!” “¡No olvides dejar la zapatilla en la escalera, puto!”. “¡Apúrale o el metro se te hará calabaza!”.
La calle es una mancha larga y fría, solo comparada con mi enfado. Desde que papá murió, mamá se ha convertido en un espectro que me sigue a todas partes. Basta dar un paso fuera de casa para sentir sus manos sujetándome, escuchar su voz en el silencio, ver sus ojos, siempre atentos, aun en la mirada ajena de un extraño. Ahora mismo, es ella quien detiene el autobús, buscaba una moneda en el bolso y paga mi pasaje… Pero no será por mucho tiempo: espero que la próxima vez la muerte no se equivoque, y la encuentre primero a ella, al fin ya es el último miembro de mi familia.

jueves, 2 de abril de 2015

El juego de la burocracia


Llego corriendo a las oficinas de Control Vehicular. No puedo creer en mi buena estrella: el lugar está casi vacío; de las trece ventanillas de atención al público, solo una se encuentra ocupada. La V-5. Justamente a la que fui asignado para hacer mis trámites. La mujer tras el cristal —pelo rubio, cara redonda y maquillada—, explica al hombre —ya mayor— los documentos y el número de copias que debe de entregar en cuanto lo vuelva a llamar, pero éste no entiende y aquella, muy atenta y paciente, vuelve al principio de la conversación. Al fin, cuando todo parece estar en orden, la mujer manda a imprimir el archivo, pero la máquina se atasca y la rubia no tiene más remedio que exigir la presencia de un técnico. No te preocupes, Clarita, esto lo resuelvo yo en un segundo, dice el tipo de la V-6. Ya con el documento en la mano, y la enorme sonrisa instalada de nueva cuenta en su rostro, la mujer teclea y teclea en el computador. No sé qué, pero algo no encaja. Para este momento, han pasado más de cuarenta minutos desde que llegué a las oficinas y la fila detrás de mí crece inmisericorde. Extrañamente, las doce ventanillas restantes continúan vacías, o quizás trabajan a una velocidad vertiginosa que no alcanzo a vislumbrar. 
     Tres horas y cincuenta minutos después, hambriento y fastidiado, mentando madres a quien me mire, escucho mi nombre y me apresuro a pasar al frente. “¿No cree que habría sido más fácil pagar la comisión al gestor de la agencia de autos, y que fuera él quien perdiera el tiempo por usted?”, me recibe la mujer tras el cristal, con una enorme sonrisa.