martes, 9 de octubre de 2012

Funeral en la tarde


Para Olivia, en sus cuarenta y cinco.

La tarde es fría y clara. Atrás quedó la montaña con su pico nevado, que el cambio climático de los años venideros irá borrando. Mis hijas duermen en el asiento trasero; las tres horas y media que dura el viaje de regreso a la ciudad son, desde su perspectiva infantil, la parte más aburrida y cansada de las vacaciones. En eso estoy de acuerdo: ¿por qué no existen máquinas teletransportadoras que, en un parpadeo, te lleven a la playa, a la montaña, a tu ciudad favorita...? Mientras eso no sea posible, algunos debemos soportar el suplicio de la carretera. Quizá por eso retrasé el regreso unas horas. Dije a mi hermano que aún tenía asuntos pendientes ―ahora no recuerdo si en realidad los había o solo trataba de retrasar lo inevitable―. De habernos marchado juntos, ¿habrían cambiado las cosas? Es una posibilidad, ¿pero quién tiene conciencia de lo que el destino teje a tus espaldas? ¿Quién conoce la trama? Aunque haya una leve sospecha de que es el destino quien llama a tu puerta ―como sucede en tantos libros y películas―, lo único que conseguiremos es que, con la intención de evadirlo, se sucedarán una serie de catástrofes que no tendrían por qué ocurrir. Lo llaman efecto mariposa. Así que, pasado el mediodía, dijimos adiós a nuestros anfitriones, dejando en el aire la promesa de volver a reunirnos el año próximo. A los pocos minutos de salir a carretera las niñas ya dormían. Aprovechando un alto para corregir un problema en el estéreo del coche, pregunté a Olivia si quería manejar. Cuando lleguemos a la autopista, aceptó emocionada. Era una buena decisión: para alguien acostumbrado a solamente manejar en la ciudad, una carretera estrecha y rápida, de doble sentido y tráfico constante, no es lo más recomendable. Media hora después, ya sentado en el asiento del copiloto, acompaño a Olivia en su primer manejo fuera de la ciudad. Por hoy, treinta kilómetros son suficientes, me dice visiblemente nerviosa. Señalo el sitio donde hacer el cambio de conductor. Olivia estaciona el auto en el acotamiento. Mientras me desabrocho el cinturón de seguridad, miro a mi esposa y le digo que ya está lista, que en las próximas vacaciones será ella quien conduzca. Y yo podré acompañar en el sueño a nuestras hijas, bromeé. Olivia sonríe, en sus bellos y enormes ojos todavía hay rastros de angustia, pero desbordan satisfacción. Sí, yo... El ruido de fierros, la oscuridad en mis ojos, el vacío que antecede a la muerte, dejan en suspenso sus palabras. Cuando abro los ojos, en el asiento del conductor hay una mujer inconsciente, el rostro inflamado y sangrante. A pesar de mis gritos, no consigo despertarla. Despertará treinta días después, en una sala de terapia intensiva. Pero Olivia, la mujer que yo conocía, se perdió aquella tarde en la autopista Córdova-México.
 
 
Imagen de Camila Ixchel: Abuela.

4 comentarios:

Pedro Sánchez Negreira dijo...

Me gustaría poder decir algo, José Manuel, pero me he quedado sin palabras.

Desde la distancia, te hago llegar mi abrazo.

Anónimo dijo...

Es una historia sin final feliz, como tantas y a la vez como ninguna. Un abrazo.

josé manuel ortiz soto dijo...

Pedro, gracias por la lectura. Son parte de las vivencias, y tenía el pendiente de escribir a Olivia lo que sucedió y ella no recuerda.

Va un abrazo.

josé manuel ortiz soto dijo...

Yun, gracias por tu lectura. Viéndolo retrospectivamente el final feliz fue que nadie murió, pudimos ser cuatro.

Va un abrazo.