Cada que papá volvía a
casa luego de sus largas ausencias, me gustaba ser el primero en esculcar su
equipaje. Mi intención no era ver la ropa o los juguetes que me
había traído, tampoco pretendía tomar los de mis hermanos, más
chicos que yo, sino admirar y tocar los bolígrafos que siempre traía por
montones. La mayoría promocionaban a restaurantes, hoteles, revistas,
laboratorios médicos, ciudades, autos… No tengo claro cómo los obtenía, posiblemente
los tomaba de los lugares donde trabajaba, y lo mismo hacían sus hermanos y
amigos, pues no creo que hubiera estado en tantos lugares. En realidad, la
procedencia de cada bolígrafo no era importante, como tampoco el hecho de por qué
un hombre como papá, que apenas si sabía leer y escribir, gustara de
coleccionarlos. Directamente de la maleta, el montón de bolígrafos coloridos pasaba al ropero de
mamá, al compartimento pequeño que siempre estaba bajo llave. En aquel lugar, el tiempo daba cuenta
de los bolígrafos viajeros, secando o desparramando la tinta de algunos; de los otros
me encargaba yo —que tenía una llave hurtada del ropero de la abuela—, que los
iba sacando de su cautiverio para perderlos quién sabe dónde.