Para Gabriela y Valeria
No hay un momento
ideal para conocer el significado de la palabra muerte. Yo lo conocí siendo niño. Quizá cuando mis ojos
infantiles contemplaron asustados aquel recién nacido “chupado por la bruja”
(años después sabría que lo aplastaron sus padres mientras dormían) o cuando fui al velorio de un primo hermano del que, como único
recuerdo, conservo su nombre (y la imagen de mi prima Tony en el tanque del agua, oportunamente rescatada por mi papá). Tal vez el día que mamá Kika, con lágrimas
en los ojos, partió intempestivamente a visitar a sus padres a la ciudad de
México; o cuando un niño de mi edad fue atropellado por un autobús de pasajeros
Herrara de Plata. Sin embargo, serían las muertes de papá y la abuela las que despejaron
cualquier duda que hubiera podido quedar. Muerte es muerte, no importan las
circunstancias. Por eso me niego a nombrar al evento de otra manera. Por
ejemplo, en un intento por atenuar los recuerdos, no digo: antier se cumplieron
dos años del deceso, la partida, el fallecimiento, el paso a mejor vida… —y cuantas
acepciones existan— de Tony y Gaby. ¡Sí, ya hace dos años que murieron! El tiempo lleva prisa.
Con mi
prima Maria Antonieta compartí mis primeros juegos, a veces la defendí de algunas niñas
agresivas que se aprovechaban de su carácter más o menos tranquilo y, cuando adolescentes, fuimos cómplices y celestinos; con ella podía hablar tranquilamente de mis novias sin que tratara de elegir a la que me "convenía". Aunque tenía la impresión de que yo era algo mujeriego, accedió a hablarles bien de mí a un par de sus amigas que me gustaban. Años después,
fue mi dentista. De mi amigo Gabriel diré que estudiamos juntos la escuela
primaria, que desde entonces era muy trabajador y lo bromeábamos por ello: mientras
nosotros nos divertíamos jugando después de clase, él debía ayudar a su familia
en la granja que tenía en las inmediaciones del pueblo (algunas veces jugamos a ayudarle a trabajar); era rudo, pero noble, y me "apadrinó" en varias peleas que tuve con niños de otros
grupos o escuelas. Después yo me vine a Ciudad de México a estudiar y ellos se
fueron a Morelia.
Hay una historia que solo Gaby, Tony, Olivia y yo sabíamos.
Cuando Tony y Gaby se casaron, yo estudiaba el primer año de pediatría en un
hospital de León, Guanajuato. Mis guardias eran A-B: un día sí y otro no, a
excepción de jueves y viernes y fines de semana, que se modificaban a AA y BB: cuarenta y ocho horas
de trabajo por el mismo tiempo de descanso. Una friega en todo el sentido de la palabra. Además, la relación con mi compañero
residente era de la chingada, no nos podíamos ver ni en pintura y, el fin de semana de la boda me correspondía a mí la guardia. Imposible que me autorizaran a faltar esos días. La única
manera de conseguirlo, me dijo un médico de urgencias, es por incapacidad laboral.
Estuve de acuerdo y valoré las posibilidades: una torcedura, un hueso roto, provocar una riña en una cantina, un dolor abdominal inexistente..: Ni pensar en pedir un justificante médico a mi tío José... Estrellé con cuidado un vaso de vidrio, metí la mano en él y
comencé a lavarlo… El accidente me costó cuatro puntadas en la base del dedo
índice de la mano derecha, seguramente varias mentadas de madre por parte de
Muñoz —el otro residente de pediatría— y un fin de semana de cuatro días para
ir con Olivia a la boda. Cuando conté a Tony y Gaby lo sucedido no se rieron,
se me quedaron viendo detenidamente, como dándole vueltas a una idea. Al final Tony tomó la palabra y dijo lo que
ambos pensaban: Estás bien loco, pero que bueno que viniste.
Imagen de Marce Garciaa Silvaa