Vivía de sueños y deseos discretamente hurtados a la noche. Al final de su jornada diaria, cerraba los ojos con la presteza de quien acude a una cita
inconmutable. Pero antes de entregarse al sueño, tomaba del estante un libro al azar. No usaba su lectura como vehículo
para conciliar el sueño —como acostumbran muchos—, sino a la manera que haría el
escenógrafo para la puesta en escena. Tampoco se trataba de soñar lo leído, era
consciente de que un libro —por más antiguo que sea— es una máquina del tiempo
de última generación, la hierba roja de todos los boris vianes, aunque muchas veces quisiéramos no recordarlo.
Imagen tomada de la red
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