—Firme aquí —así lo hice, me entregó la carta
y se dio la vuelta para irse, pero se regresó—. Perdone, ¿tiene perro?
Toda familia tradicional que se
precie de serlo tiene al menos uno, así que mentí:
—Tenía una perrita
schnauzer mediana, color sal y pimienta, y muy buena para clavar colmillos en
los chamorros de la gente, pero la mató el parvovirus.
—¡Una gran pérdida!
Reciba mis condolencias —dijo el hombre, poniéndose la emblemática gorra de su
gremio sobre el pecho.
—¡Si supiera cuánto
la echamos de menos! —me lamenté, extrañando a … Lana; de tenerla, ese habría sido
su nombre, me dije.
—Lo imagino.
—Ahora, en casa
sólo queda un viejo gato negro, que se gasta la vida del sillón a cocina. ¡Ni
por enterado de lo que sucede por aquí! Con un ritmo de vida así, cómo no van a
tener siete o nueve vidas. ¡Hasta más!
—Pues lo mejor que
pude hacer, amigo, es comprarse otro perro.
—Gracias, lo
contemplaré una vez resuelto el duelo.
—Primeramente,
Dios.
El cartero se calzó
la gorra y montó en su bicicleta. Lo vi alejarse lentamente por la avenida,
pedaleando con la displicencia del burócrata que espera que la jubilación lo
alcance de un momento a otro.
—Pobre hombre —murmuré;
las palabras me dejaron un sabor amargo en mi boca.
Recogí del piso
tres piedras no muy grandes —aproximadamente 3x5 cm— y apunté la primera a su
cabeza. La piedra pasó zumbando a centímetros de la gorra color beige; el
cartero quizá pensó que se trataba de un pájaro o un insecto, pues movió el
manubrio bruscamente hacia la izquierda. La segunda piedra me avergonzó: se
clavó en el piso, a un par de metros detrás de la rueda trasera de la bicicleta.
—Esta es la buena —me
animé; me puse de costado izquierdo, levanté la rodilla, giré el cuerpo hacia
atrás y me impulsé al frente…
—¡Puta madre! —aborté
la maniobra: mi mujer doblaba la esquina en ese instante; ya me había visto y me
saludaba con la mano en alto.
Dejé caer la última
piedra y fui corriendo a su encuentro.