Afuera la ciudad se inundaba. Tras titubear un poco, entró al café y enfiló en
dirección a mi mesa. Parecía enfermo, pero una
inspección a “vuelo de pájaro” quitó de mí esa idea. Dejé lo que estaba haciendo
—mirar alrededor, sorber mi capuchino, echar un ojo al teléfono y responder
algún mensaje— para detener al mesero que venía con una escoba en la mano. Yo me hago cargo, le dije. ¿Seguro?, insistió. Sí,
respondí. Joven... ¿No sería mejor que tomara mi orden?, se envalentonó el pajarito, sacudiendo sus alas empapadas con pequeños vuelos del
respaldo de la silla al centro de la mesa.
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