De vez en vez en la escarpada ladera
de una montaña o en el llano, antiguos pueblos y ciudades perdidos escarban la
tierra que les ha caído encima y asoman a un tiempo que ya no
es el suyo. No ven más a los guerreros de cabezas rojas y huesos negros que las
fundaron y defendieron de los invasores. Las noches a la intemperie
ahora son frías y rebosan de silencio; y cada nueva y estéril mañana, se
consumen bajo un sol que lo lastima todo. A El Cóporo, en la Sierra de Santa
Bárbara, lo embarga la emoción cuando un viajante se acerca por el camino de
Ocampo: desea fervientemente contarle cómo era su vida en otro tiempo.
Insomnio de Edgar Allan Poe —Never-dormir, never-dormir, never-dormir... -grazna el cuervo.
martes, 12 de marzo de 2019
miércoles, 6 de marzo de 2019
21 El Señor de Esquipulitas [Moroleón, Gto.]
Soy
producto de un embarazo difícil, al grado que mamá llegó a pensar que nunca me
lograría. Pero un migrante centroamericano de paso por el pueblo les regaló a
mis padres la imagen de un Cristo sumamente milagroso. ¡Y aquí estoy! Por eso, cada año a
mediados de enero busco una capilla en la que se venere el Cristo Negro, y de
menos le llevo su ramito de rosas. Gracias al peregrinar que caracteriza a los
de mi profesión, me he podido enterar de infinidad de relatos entorno al Cristo Negro Crucificado. Por ejemplo, la historia siguiente me la contó
Melquiades Ocejo, sacristán de la Parroquia de Nuestro Señor de
Esquipulitas, en la cabecera municipal de Moroléon, Guanajuato:
“Una día se metió en el templo un ladrón y se fue directo el altar del Cristo Negro,
patrono de nuestra ciudad. Lo bajó de su nicho y ya se disponía a guardarlo en el
bolso de lona que traía consigo, cuando una voz profunda le dijo: «¿Estás
seguro que quieres hacerlo, amigo?». El ladrón apenas si se inmutó, no parecía
sorprendido de que la imagen le hablara. Luego, no más por no ser descortés, le
contestó que sí, que se lo iba a robar. Terminó de guardar el crucifijo en su
bolsa de lona y se marchó por donde había venido. Un poco más tarde, una mujer
entró al curato echando el alma por la voz: «¡Padrecito! ¡Padrecito! ¡Se robaron
al Señor de Esquipulitas!». El padre Moisés, sereno como era su costumbre,
pidió a la exaltada mujer que se tranquilizara. «¡Ya ni la amuela, padrecito!
¿Cómo me pide eso? ¡Se robaron a Nuestro Negrito! ¿Qué no ve? ¡Mejor no pierda más tiempo y avísele
a la policía!». El señor cura se mantuvo en su postura; dijo que no era necesario hablarle a nadie, que aquello podía
funcionar bien en el reino de los hombres, pero no en el de Nuestro Señor. Ante la
mirada estupefacta de la mujer, que estaba a punto de salir corriendo a tocar
las campanas para alertar a la gente de que en el pueblo andaba suelto un
ladrón, el padre Moisés la hizo sentar en una banca, le sirvió un poco de vino de consagrar y le contó media docena de mini historias de Cristos Negros que jamás pudieron ser arrancados de los sitios que ellos habían elegido para vivir. Y en eso estaban cura y beata cuando entró por la puerta de la
iglesia, como si nada hubiera pasado, Nuestro Señor de Esquipulitas”.
Intrigado,
pregunté al sacristán:
—¿Y
el ladrón? ¿Qué pasó con él?
—Aquí
me tiene, pagando mi crimen por los siglos de los siglos...
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