FUE HACIA EL tercer día de muerto que Santiago Pompa comprendió que su vida había sido tan inútil como estúpida. Es cierto que vivió al ritmo de vida que él mismo se impuso, pero antes de darse cuenta su cuerpo estaba maltrecho como carcacha cuyo único destino es el deshuesadero. Una tarde, simplemente, sintió una fuerte punzada que atravesó su pecho y el instinto le dijo que aquello no podía ser otra cosa más que la muerte. Quiso gritar –tal vez gritó- pero el nudo ciego alrededor del pecho alcanzó su garganta; en segundos la lengua se volvió una masa espesa y rebosante que buscaba salir por cualquier lado. Un chorro de lágrimas ácidas abotagó los ojos. Antes de cerrarlos para siempre, dio una última mirada al Grito de Eduar Munch y se vio reflejado como en un espejo empañado (al principio brilloso, luego opaco, al final grisáceo). Para entonces la molestia había cedido, ya nada le dolía, y supo que estaba muerto. No sintió deseos de maldecir –quizás por miedo a la eternidad o al infinito abierto en su vida, o mejor dicho, en su muerte- o de renegar de su perra suerte. Del funeral no quiso saber nada, por compromiso debió asistir a muchos y en este momento lo último que habría querido es asistir al suyo, ver a su madre y a su esposa desgañitadas y aferradas a su féretro (como si con el espectáculo brindado a la concurrencia pudieran revivirlo). Aceptó el sepelio con una mansedumbre y valentía que desconocía en él, que jamás creyó poseer. "Mi más sentido pésame", escuchaba a su alrededor como un eco interminable, pero ni siquiera la voz tersa de Perséfone Santiago, su secretaria, consiguió hacerlo abrir los ojos. "¡Es un culo de vieja!", reconoció arrastrado por el calor y la pasión de las tardes que pasaron juntos en la oficina o el motel Olimpo allá por la carretera a Silao. Sí, extrañaría su sexo, la suculencia de sus senos abundantes, su voracidad oral, pero sobre todo los gemidos estridentes que lo hicieron aparecer ante los vecinos de cuarto como el amante fogoso que quizás ellos no eran. Siempre lo hizo sentir superlativo, un garañón, un verdadero cabrón hijo de puta… y por eso le estaba eternamente agradecido. "Mi más sentido pésame, señora Santiago, por su irreparable pérdida", escuchó de nuevo jadear aquella voz encima de la caja, provocativa, impulsando a sus manos de aire ir en busca de sus genitales, propalando la excitación que, imaginaria, ya no tenía por qué estar ahí. "¡Pinche vieja cachonda levantamuertos!" Sin embargo, fue el barullo de su hija Ariadna lo que más lo inquietó. "¡Papá! ¡Papito! ¡No te vayas!", retumbaba su vocecita, en una mezcla de llanto espontáneo y desesperación incontrolada. Saber que era por él tan terrible sufrimiento hizo que una nueva punzada le pinchara el pecho. Tratando de ser valiente se dijo que era mejor así, pues cuando uno se va de la vida, se va, no hay vuelta atrás; nada de medias tintas. Resignación y valor, y afrontar lo que viene. O al menos así lo creía hasta que llegaron al Panteón Municipal y se sintió flaquear, supuso que había aguantado mucho, que tal vez hubiera sido catártico llorar un poco, dejar en libertad el cúmulo de sentimientos y emociones contenidos, porque se quiera o no reconocer, un funeral es mucho para un solo muerto y, la mera verdad, ya no estaba seguro de poder aguantarse. Y así fue: cuando Santiago Pompa al fin abrió los ojos, se encontró rodeado de una oscuridad férrea y sofocante; trató de gritar pero no tenía voz; quiso moverse pero no pudo. Entonces supo que no estaba dentro de un ataúd en su tumba, sino que eran sólo sus cenizas comprimidas por la urna.