Bastaba ver sus caras constreñidas para darse cuenta que mis palabras no habían caído nada bien. En solidaridad con ellos, me pregunté cuál habría sido mi reacción de encontrarme en su situación; seguramente la misma, o quizás peor. Pero me repuse de inmediato y endurecí el semblante —aunque no tanto, no quería parecer desalmado—, para dejar en claro que no se trataba de una decisión personal, como ellos creían, sino resultado de las circunstancias. No hacía mucho tiempo pasé por una situación similar, sólo que en aquella ocasión la abuela no se anduvo con medias tintas, y me espetó: “¿Entonces para qué tiene mi nieto un médico privado si no va estar disponible cuando se lo necesite?”. Pude contestarle mil cosas o quedarme callado, pero busqué la forma de explicar a la afligida y compungida mujer que no se trataba de mí o de mi capacidad profesional, sino de la gravedad de la enfermedad que aquejaba al chiquillo. Me acordé de varios médicos conocidos —algunos de ellos amigos míos— con los que no compartía su ética profesional: a sabiendas de que ya nada podían ofrecer a un enfermo desahuciado, hablaban a la familia con palabras tan bonitas, que casi siempre la muerte era más que bienvenida, aun en errores descarados. Por ejemplo, recuerdo aquella vez que uno de ellos...
Insomnio de Edgar Allan Poe —Never-dormir, never-dormir, never-dormir... -grazna el cuervo.
lunes, 25 de noviembre de 2013
miércoles, 13 de noviembre de 2013
Fábula
La minificción debe entenderse como la fábula del águila que sujeta con sus garras a una tortuga, donde tú eres la tortuga que disfruta del vuelo, emocionada; el vértigo de la caída en picada te toma por sorpresa, pero te mantienes estoico hasta el final, con la esperanza de que algo favorable suceda antes de que te estrelles contra el piso.
lunes, 4 de noviembre de 2013
La puerta
Vivía de sueños y deseos discretamente hurtados a la noche. Al final de su jornada diaria, cerraba los ojos con la presteza de quien acude a una cita
inconmutable. Pero antes de entregarse al sueño, tomaba del estante un libro al azar. No usaba su lectura como vehículo
para conciliar el sueño —como acostumbran muchos—, sino a la manera que haría el
escenógrafo para la puesta en escena. Tampoco se trataba de soñar lo leído, era
consciente de que un libro —por más antiguo que sea— es una máquina del tiempo
de última generación, la hierba roja de todos los boris vianes, aunque muchas veces quisiéramos no recordarlo.
Imagen tomada de la red
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