Entonces era sólo un chamaco que creía en la amistad eterna, que esperaba con ansia las vacaciones para volver al pueblo y encontrarme con los amigos de siempre. Pero esa tarde no concebía que el trío de adolescentes con los que alguna vez compartí parrandas y novias, me arrebatara el libro de poesía dispuesto a prender la hoguera con él. No daba crédito: Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud serviría para cocer el caldo de pollo al chipotle que comeríamos en un rato (siempre que la embriaguez lo permitiera). Si se trataba de una broma, estaba bien, habían logrado sorprenderme, reconocí ofreciendo a mis viejos camaradas la opción del ingenio que no tenían. Pero era obvio que no tenían ni idea de la magnitud de su intención, su comportamiento inquisitorio era más bien producto del par de cervezas que llevábamos dentro.
La cosa pintaba mal, muy mal.
—Dame el libro, Hugo –dije con esa seriedad mamona de la que aún hoy no he podido desprenderme.
Hugo detuvo su carrera, confundido.
Pachó abrió los ojos desorbitadamente como si esto lo ayudara a oír mejor.
A Mangas le valió madres el comentario e hizo un hueco en el montón de hojarasca.
Las manos me temblaban de coraje; hebras de sudor comenzaban a arañar mi rostro amenazante.
—Ahí está tu chingadera –dijo Hugo arrojando el libro con desprecio-. Tanto desmadre por un pinche librito que ni dibujos tiene.
Lo devolví a la mochila de donde no debió haber salido (al menos no en ese momento).
—Haber cómo le haces para encender el fuego, pinche Mane; las ramas están húmedas y no agarran –dijo Mangas aventándome la caja de cerillos.
Tras aquel incidente la relación entre nosotros no volvió a ser la misma, era como si mi negativa a permitir que Arthur Rimbaud sirviera de combustible para preparar el caldo de pollo para cuatro adolescentes ebrios, fuera más que una afrenta a la amistad. Para Hugo, Pachó y Mangas estaba claro que no podían confiar en un bicho raro que gustaba de leer poesía.
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