Para Olivia, en sus cuarenta y cinco.
La tarde es fría y clara. Atrás quedó la
montaña con su pico nevado, que el cambio climático de los años venideros irá borrando. Mis hijas duermen en el asiento trasero; las tres horas y media que dura el viaje de regreso a la ciudad son,
desde su perspectiva infantil, la parte más aburrida y cansada de las vacaciones. En eso
estoy de acuerdo: ¿por qué no existen máquinas teletransportadoras que, en un parpadeo, te lleven a
la playa, a la montaña, a tu ciudad favorita...? Mientras eso no sea posible, algunos debemos soportar el
suplicio de la carretera. Quizá por eso retrasé el regreso unas horas. Dije a mi hermano que aún tenía asuntos pendientes ―ahora no
recuerdo si en realidad los había o solo trataba de retrasar lo inevitable―. De habernos marchado juntos, ¿habrían cambiado las cosas? Es una posibilidad, ¿pero
quién tiene conciencia de lo que el destino teje a tus espaldas? ¿Quién conoce la trama? Aunque haya una
leve sospecha de que es el destino quien llama a tu puerta ―como sucede en
tantos libros y películas―, lo único que conseguiremos es que, con la intención
de evadirlo, se sucedarán una serie de catástrofes que no tendrían por qué
ocurrir. Lo llaman efecto mariposa. Así que, pasado el mediodía, dijimos adiós
a nuestros anfitriones, dejando en el aire la promesa de volver a reunirnos el año
próximo. A los pocos minutos de salir a carretera las niñas ya
dormían. Aprovechando un alto para corregir un problema en el estéreo del
coche, pregunté a Olivia si quería manejar. Cuando lleguemos a la autopista,
aceptó emocionada. Era una buena decisión: para alguien acostumbrado a solamente manejar en
la ciudad, una carretera estrecha y rápida, de doble sentido y tráfico constante, no es lo más recomendable.
Media hora después, ya sentado en el asiento del copiloto, acompaño a Olivia en su
primer manejo fuera de la ciudad. Por hoy, treinta kilómetros son suficientes, me dice visiblemente nerviosa.
Señalo el sitio donde hacer el cambio de conductor. Olivia estaciona el auto en el acotamiento. Mientras me desabrocho el
cinturón de seguridad, miro a mi esposa y le digo que ya está lista, que en las
próximas vacaciones será ella quien conduzca. Y yo podré acompañar en el sueño a nuestras hijas, bromeé. Olivia sonríe, en sus bellos y enormes ojos todavía hay rastros de
angustia, pero desbordan satisfacción. Sí, yo... El ruido de
fierros, la oscuridad en mis ojos, el vacío que antecede a la muerte, dejan en suspenso
sus palabras. Cuando abro los ojos, en el asiento del conductor hay una mujer inconsciente, el
rostro inflamado y sangrante. A pesar de mis gritos, no consigo despertarla.
Despertará treinta días después, en una sala de terapia intensiva. Pero Olivia,
la mujer que yo conocía, se perdió aquella tarde en la autopista Córdova-México.
Imagen de Camila Ixchel: Abuela.
4 comentarios:
Me gustaría poder decir algo, José Manuel, pero me he quedado sin palabras.
Desde la distancia, te hago llegar mi abrazo.
Es una historia sin final feliz, como tantas y a la vez como ninguna. Un abrazo.
Pedro, gracias por la lectura. Son parte de las vivencias, y tenía el pendiente de escribir a Olivia lo que sucedió y ella no recuerda.
Va un abrazo.
Yun, gracias por tu lectura. Viéndolo retrospectivamente el final feliz fue que nadie murió, pudimos ser cuatro.
Va un abrazo.
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