Hace 48 años, una desorientada panzocigüeña sobrevolaba los techos de teja roja de una pequeña población, enclavada en el sureste guanajuatense.
Abajo, al interior de una de las casas, después de algunos embarques extraviados, un matrimonio de campesinos había perdido toda esperanza de tener su segundo hijo. Más para tranquilidad propia, pidieron a un chiquillo de nueve años, morenito, pelo corto, cara traviesa, que saliera al patio y les avisara en cuanto viera llegar a la ansiada panzocigüeña. Visiblemente emocionado ante la posibilidad de un hermanito que le quitara los regaños, rezos y responsabilidades que lo agobiaban a su corta edad, el niño subió al techo de teja —aun a riesgo de su propia vida— e hizo señas a cuanto pajarraco pasaba por ahí.
Después de algunas horas de búsqueda infructuosa, la agotada panzocigüeña se disponía a devolver a los cuneros celestiales su incómoda carga. Pero un último y definitivo intento la llevó a descubrir al niño que agitaba los brazos y gritaba como loco. Pobrecito, seguramente no tiene con quien jugar y subir al tejado le parece divertido, se dijo, y soltó su carga sin más. Con la satisfacción del deber cumplido, el cuervo disfrazado de panzocigüeña se perdió a contraluz de un sol grisáceo y deslavado.
Al interior de una casa en la calle Hidalgo, después de unos minutos que parecían eternos, el atascado chillido del recién nacido devolvió a la vieja comadrona y a los asustados padres, la ilusión perdida. Pobres, no sabían que aquello apenas comenzaba.