Me arrodillé frente al confesor, la cabeza inclinada, la vista en el piso, tal
como me había dicho mi instructora de catecismo.
—¿Es tu primera
confesión?
—Sí —respondí con voz
trémula.
—No tienes por qué
tener miedo, no te voy a comer —me animó el sacerdote, su mano apartaba el
cabello de mi frente—. Anda, dime todos tus pecados, hijo.
Así lo hice.
—¿Te arrepientes de
tus actos?
—Sí, padre.
—Reza un Padre Nuestro, un Ave María y un Credo —fue la penitencia.
Al querer ponerme de
pie, su mano pesada en mi hombro me detuvo.
—¿Seguro que me has
contado todo?
El tono de su voz
había cambiado.
—Sí —balbucí.
—Mentiroso: las
perrillas en tus ojos te delatan. Anda, abre tu alma y cuéntame lo que viste.
2 comentarios:
Hola José Manuel, este relato es muy divertido. Es posible que el niño sea un pícaro, pero al cura le gusta el morbo. Es un placer visitarte y saludarte.
Beto: gracias por pasar por aquí. Caras vemos...
Va un abrazo.
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