Me atrincheré en la sala, la
escopeta del abuelo entre las manos y la mirada yendo de la puerta de la calle al
árbol de Navidad. Era tanta la adrenalina que corría por mis venas que ni
bostezaba. A eso de las tres y cuarto de la mañana me pareció oír voces
en la calle, pero nada ocurrió. En qué momento los Reyes Magos entraron y dejaron
los juguetes frente a mi cara, no lo sé. Esta vez, tampoco me trajeron lo que les pedí, pero el próximo año lo pensaré mejor
antes de desafiarlos.
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