Sobre el escritorio había una taza con residuos de café, un botecito con plumas y lápices, un libro abierto en la página 48, en la que se podía leer: “Los últimos rayos del sol —de un naranja servil y descolorido—se filtran a través de la ventana entreabierta, salpicando la oscuridad de la habitación vacía. Una ráfaga de viento arrastra el estrato polvoroso que el tiempo ha ido acumulando sobre el parquet. Sobre la pequeña cornisa, insensible a la homilía de la noche, la vieja enredadera, nido de bichos y quejas de suicidas, observa el cuerpo ensangrentado sobre la avenida”.
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