Llego corriendo a las oficinas de Control Vehicular. No puedo creer en mi buena estrella: el lugar está casi vacío; de las trece ventanillas de atención al público, solo una se encuentra ocupada. La V-5. Justamente a la que fui asignado para hacer mis trámites. La mujer tras el cristal —pelo rubio, cara redonda y maquillada—, explica al hombre —ya mayor— los documentos y el número de copias que debe de entregar en cuanto lo vuelva a llamar, pero éste no entiende y aquella, muy atenta y paciente, vuelve al principio de la conversación. Al fin, cuando todo parece estar en orden, la mujer manda a imprimir el archivo, pero la máquina se atasca y la rubia no tiene más remedio que exigir la presencia de un técnico. No te preocupes, Clarita, esto lo resuelvo yo en un segundo, dice el tipo de la V-6. Ya con el documento en la mano, y la enorme sonrisa instalada de nueva cuenta en su rostro, la mujer teclea y teclea en el computador. No sé qué, pero algo no encaja. Para este momento, han pasado más de cuarenta minutos desde que llegué a las oficinas y la fila detrás de mí crece inmisericorde. Extrañamente, las doce ventanillas restantes continúan vacías, o quizás trabajan a una velocidad vertiginosa que no alcanzo a vislumbrar.
Tres horas y cincuenta minutos después, hambriento y fastidiado, mentando madres a quien me mire, escucho mi nombre y me apresuro a pasar al frente. “¿No cree que habría sido más fácil pagar la comisión al gestor de la agencia de autos, y que fuera él quien perdiera el tiempo por usted?”, me recibe la mujer tras el cristal, con una enorme sonrisa.
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