“¡No!”, grita mamá del otro lado del
teléfono, su voz tiene ese tono que te arranca el deseo de seguir en la fiesta.
Contrariarla sería retar su ánimo volátil, arriesgarme a vivir el resto de mes
sin un peso en el bolsillo. Mujer de pocas palabras, sabe muy bien cómo
administrarlas: “Te quiero en casa ahora mismo, Julián”.
“Ya me tengo que ir”,
anuncio a mis amigos. La avalancha de bromas no se hace esperar: “Que te vaya
bien, Ceniciento.” “¡Cuando me enamore, será de un bello durmiente como tú!”
“¡No olvides dejar la zapatilla en la escalera, puto!”. “¡Apúrale o el metro se
te hará calabaza!”.
La calle es una
mancha larga y fría, solo comparada con mi enfado. Desde que papá murió, mamá
se ha convertido en un espectro que me sigue a todas partes. Basta dar un paso
fuera de casa para sentir sus manos sujetándome, escuchar su voz en el
silencio, ver sus ojos, siempre atentos, aun en la mirada ajena de un extraño.
Ahora mismo, es ella quien detiene el autobús, buscaba una moneda en el bolso y
paga mi pasaje… Pero no será por mucho tiempo: espero que la próxima vez la
muerte no se equivoque, y la encuentre primero a ella, al fin ya es el último
miembro de mi familia.
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