En la boca de la cueva, a contraluz de la luna se dibuja la figura
de un caballo con su jinete, aproximándose a gran velocidad. A punto de que lo arrollen, bestia y hombre se dispersan
en una enorme nube de murciélagos, que pasan chillando por encima de su cabeza.
Mientras aquel ruido atroz se disipa, el joven se aferra al
piso frío de la cueva. Suspira. Sabe que faltan algunas horas para que
amanezca, y al fin pueda bajar al pueblo de Cuerámaro a reclamar la apuesta.
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